Matiluna
Botando
palomitas por todos lados Andrea se abrió paso en el cine. Ama las películas
infantiles, estaba a punto de ver la última caricatura estrenada: “La lámpara
de mentira”. Se sentó central, como le gusta, en la sala escalonada. Del
bolsillo de su chaleco de lana sacó un juguito en caja, de los que se llevan
escondidos al cine, y de su otro bolsillo un paquete de ramitas de queso. La
espera se le hacía interminable, entraba y entraba gente. A su derecha había
sentada una niñita con sus primos mayores, “eran muy jóvenes para ser sus
padres” pensaba ella. Delante suyo un joven de cabellos revueltos, con su tía
abuela a la izquierda. Atrás la fila estaba llena de amigos, seguramente
universitarios, deducir quién es alguien y con quién anda es algo que Andrea
hace cuando está sola.
Los comerciales le fueron aburridos,
iba tanto al cine que el que dice al final “Gobierno de Chile” ya no le daba
risa como la primera vez. Fue al baño, le pidió a la niñita que le cuidara las
cosas, estaba un poco abrumada con la película. Orinó achuntándole a la taza
del baño, sin sentarse, su madre siempre le repetía que en los baños públicos
había gérmenes, enfermedades de transmisión sexual e incluso espermios y aunque
fuera baño de mujeres nunca debía sentarse, no quería enfermarse ni menos
quedar embarazada de un cochino que tirara sus semillitas en un baño público
del sexo opuesto. Se limpió con el característico papel higiénico de los cines
y se fue a lavar las manos. Como siempre el lavamanos estaba mojado con agua y
ella se empapó la chaleca al apoyarse. Se echó mucho jabón en las manos, le
gusta apretar el botón del dispensador del jabón, se enjuagó y arregló su
cabellera sin arreglo ante el espejo.
Al volver a la sala vio su puesto
ocupado por una pareja de lesbianas, lo notó por la ropa y la forma en se
hablaban. Ellas, siendo un intento fallido de rebeldía, con ropa rota y
peinados punk, se comían las palomitas riendo. “¡Comida gratis!” dijo una.
“Pobre idiota la que dejó su puesto” agregó la otra. La niña y sus primos
mayores vieron entrar a Andrea a la sala, le evitaron la mirada cuando pasó
cerca. Ella no es de las personas que pelean y sabía que si le decía algo a
esas lesbianas terminarían pegándole y tirándole el pelo, así que fue a
sentarse dos filas más arriba, y por suerte le quedaban unas galletas con
chispitas de chocolate en el bolsillo secreto de su chaleco.
La película era lenta, contaba la
historia de la construcción de un juego luminario, Andrea no notó los mensajes
subliminales (por lo que dos días después la sacaron de cartelera). Se apoyó en
el asiento delantero para estar más cómoda y respiró hondamente como quien
suspira al revés. En aquel suspiro inverso entraron por su boca y nariz mil
partículas ajenas, un aroma nuevo. Se sintió extraña, como si un revólver de
dicha le disparara directo al estómago y al vaso. Le subió el color a la cara y
el corazón a las sienes, golpeteando, molestando. Tanto que tuvo que
masajeárselas para disipar el dolor.
Sorprendida estaba por esa sensación
extraña de placer, se acercó un poco más al asiento delantero y olió. No sabía
a qué relacionar el particular olor, era tan denso, tan satisfactorio, miró
sobre el asiento y vio la cabeza de un hombre joven, un par de años mayor que
ella. A su lado estaba una amiga y un compañero de cuarto, ella era sólo una
amiga, Andrea lo sabe porque no podía ser otra cosa. El cabello del joven que expelía aquel olor era
oscuro, muy oscuro y brillante, pero no negro. Sus brazos, musculosos, la cara
no sabía, al estar detrás de él Andrea no pudo ver su rostro, pero lo imaginó
hermoso, alguien que oliera perfecto debía tener un rostro perfecto.
El nudo en la película ya se estaba
desenlazando, olió y olió para saber qué le recordaba ese aroma. Naranjas. No.
Romero y canela. No, imposible. Pino silvestre. No, mientras Andrea pensaba el
pequeño niño sentado a su lado se comía las galletas como todo un bandido.
Limón y cloro. No, no, no, no, no, debe ser algo así como seco, flores,
¡transpiración!... ¡transpiración y flores secas!.
Andrea inhaló profundo una vez más,
sí, era transpiración y flores secas. Apretó suavemente el relleno del asiento,
ya quería que la película terminase, para poder verlo, y si su estúpida amiga y
su compañero de cuarto se alejaban, ella tendría la oportunidad de hablarle.
Hablarle y tocar sus músculos, su pectoral transpirado, el olor a flores tan
secas y perfumadas, un olor abrazador, caliente, vibrante. Ya nada le importaba
a su alrededor, lo anhelaba, lo olorozaba. La película terminó, Andrea quería
verlo, sin embargo él se puso la capucha y no miró hacia atrás, salió
indiferente, ajeno a lo que ella sintió. Lo último que pudo ver de él fue su
polerón mostaza y sus jeans negros perdiéndose en las escaleras.
Desde entonces Andrea vuelve al
cine, a ver películas infantiles, los estrenos, con la vaga esperanza de
encontrarlo o tan solo volver a sentir su dulce aroma, entre el olor a
palomitas y el sorber de las bebidas.
Quizás la veas oliendo
disimuladamente en los puestos delante de ella, en una de esas te huele, tal
vez eras tú, transpiración fuerte y flores secas. ¡Pobre! ¿Por qué la
ignoraste? ¿No te diste cuenta acaso del perfume que ella estaba usando? Ya.
Qué más da. Andrea no notó que tras ella había un tipo cuyo sentido de vida
durante la película lo encontró en ella y su nuevo perfume barato.
Dedicado totalmente a la Bárbara, nada tan hermoso como reencontrarse con la niña con la que bailaste cueca en el barrio, un dieciocho de septiembre de cuando eras pequeño. Y luego conversar sobre la vida, llorar y llegar tarde a la casa para que mi mamita me castigue.
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